Revista Internacional de Poesía : "Poesía de Rosario" Nº 20
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Rafael Ielpi




Acuérdate de mí


De todos modos, cada cual se irá con su valija

y lo que cabe en ella.

 

Un medallón con un poco de pelo adentro,

un anillo, las piezas de un juego de ajedrez,

Una novela policial inconclusa,

sábanas, vajillas, libros.

Pancartas de las flaquezas de cada uno.

 

Algunos se fueron antes, precavidos,

y otros se preparan a partir

en el próximo embarque.

Los hay que hacen cuentas todavía

ayudándose con los dedos de las manos.

Para esos también hay lugar en el pasaje.

 

Los que se quedan harán su juego.

Pobres o para nada menesterosos,

cada uno con su vida.

A los que parten, eso sí, una sola cosa:

acuérdense de mí.

 

 

El reparto de dones

 

 

Algunos los portan desde mucho antes

de formar parte de un mundo cada vez más artero:

son los ejercitadores de la paciencia, los orfebres

de la complacencia, los ubicuos a la hora del peligro.

Son los bebedores de agua, los prolijos, los naturistas,

cada uno con su don en bandolera.

Otros, los advierten en sí mismos como una condena

o una bendición, a veces cuando ya es demasiado tarde:

son los que ponen el pecho al peligro, tienden

la mano al que flaquea, aguantan la adversidad

y muchas veces la tortura, con  los dientes apretados

y el corazón boqueando en el pecho, pero no ceden.

Muchos los padecen a conciencia, pensando

en dones divinos a los que es imposible renunciar:

son los caritativos del domingo, los que ponen

la otra mejilla para recibir entonces una puñalada,

los que condenan la mala vida pero salen de putas

a medianoche y se emborrachan a escondidas.

 

Déjenme con los míos: modestos dones que no llegan

a virtudes, pequeñas heroicidades cotidianas,

unas empecinadas ganas de vivir, deseos de mujeres

hermosas, amistades antiguas que perduran.

Con ellos también es posible, alguna vez, enfrentar

la adversidad y muchas veces la tortura,

con los dientes apretados y la boca sellada.

Cada uno sabe qué hacer con  los dones que le tocan.

   

Me gustas cuando hablas

  

Porque el silencio siempre me ha parecido opresivo,

y vaya a saber por qué tan ligado a la muerte,

y porque en definitiva las palabras son las que nos salvan

o condenan, las que como un puente siempre frágil

nos permiten cruzar indemnes las fauces de la locura

tanto como los oscuros meandros del desamparo;

porque una voz alzada en medio del desierto

se convierte en nuestra esperanza y nuestro consuelo,

atravesando el silencio como un cuchillo atraviesa

una manzana y la transforma en dos mitades,

y otra voz que canta desde una ventana nos detiene

y fascina como una oscura llamada del deseo.

 

Porque sí, acaso, porque forma parte de un contrato

de amor nunca convenido entre nosotros, pero sobre todo

porque callando tus ojos se sumergen en una laguna

sombría cuyas profundidades parecen insondables

y las palabras se estancan y el silencio nos gana

con su invencible terquedad, no me gusta que calles.

 

Me gustas cuando hablas.

 
   
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