El hombre de Tollund
Sobre un lecho de lodo tu cuerpo se agazapa
y aminora la nada el retraimiento fetal
con que fugas a un fin distinto, a un principio igual
al de todos, hierático y humilde, en la etapa
que el pantano cifró entre dos eternidades
como enigma ofrendado en los surcos de tu frente
a inteligencia vana, a nuestro asombro eficiente
ante el mutismo con que te muestras y te evades.
¿Es de resignación, en tus ojos, la clausura?
¿Vindicó en ti el poder algún delito?
¿O fuiste, simplemente, escogido para un rito
vincular con un dios, doble nuestro que apresura,
surgido apenas, siempre entrega, ley, condena,
por mor siempre de cierta identidad,
por que sigamos siendo los mismos, en verdad,
cada uno el fulgor que a un fénix encadena?
Con rasgos escultóricos y austeros,
severa y sinuosa la línea de los labios,
aquilino y ascético, admites el agravio
del cordel, la superflua tenacidad del cuero,
y hiere la modestia de tu gorro,
e inquiere la runa unívoca en tu piel,
y nos confina tu ardua calma tras el cancel
de nuestra desnudez sin amparo y sin socorro.
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El hombre de Tollund
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Sobre un lecho de lodo tu cuerpo se agazapa
y aminora la nada el retraimiento fetal
con que fugas a un fin distinto, a un principio igual
al de todos, hierático y humilde, en la etapa
que el pantano cifró entre dos eternidades
como enigma ofrendado en los surcos de tu frente
a inteligencia vana, a nuestro asombro eficiente
ante el mutismo con que te muestras y te evades.
¿Es de resignación, en tus ojos, la clausura?
¿Vindicó en ti el poder algún delito?
¿O fuiste, simplemente, escogido para un rito
vincular con un dios, doble nuestro que apresura,
surgido apenas, siempre entrega, ley, condena,
por mor siempre de cierta identidad,
por que sigamos siendo los mismos, en verdad,
cada uno el fulgor que a un fénix encadena?
Con rasgos escultóricos y austeros,
severa y sinuosa la línea de los labios,
aquilino y ascético, admites el agravio
del cordel, la superflua tenacidad del cuero,
y hiere la modestia de tu gorro,
e inquiere la runa unívoca en tu piel,
y nos confina tu ardua calma tras el cancel
de nuestra desnudez sin amparo y sin socorro.
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Héctor A. Piccoli (Rosario, SFE, Argentina, 1951)
«Permutaciones», con E. M. Olivay, Ed. La Cachimba, Rosario, 1975;
«Si no a enhestar el oro oído», Ed. íd., Rosario, 1983;
«Filiación del rumor», Armando Vites Editor, Rosario, 1993;
«Fractales», Ciberpoesía eLe, 2002;
«Antología poética» (selección y estudio preliminar de Claudio J. Sguro; con notas del autor), editorial Serapis, Rosario, 2006 y
«Transgrama – Una poesía y una poética de la contemporaneidad», con Claudio J. Sguro, Ciberpoesía eLe, 2011.
Héctor A. Piccoli
Para Laura, oyendo un cuento que le dedicara su padre, siendo niña.
De libélula el ala, ilegible palidez
que cifra el desamparo y abisma a la criatura
en la envidia del par, escala el aire y procura
encuadernar rumor a un viso, una y otra vez;
ebria de entrega se alza hacia el fanal y sola,
que no la abrasa y hunde en monótona esmeralda
–de medrar, la osadía no siempre así se salda–,
sino que con color la engalana y tornasola.
Te irisa así el fulgor del alba imaginada,
estremece los párpados, enciende el prieto
enjambre de la seda en cabellos y mirada;
porque ya, donde creces, nada está sujeto
más que ese amor raigal, conque un mundo acude en cada
mera onda, a la hondura que imana y acometo.