Acuérdate de mí
De todos modos, cada cual se irá con su valija
y lo que cabe en ella.
Un medallón con un poco de pelo adentro,
un anillo, las piezas de un juego de ajedrez,
Una novela policial inconclusa,
sábanas, vajillas, libros.
Pancartas de las flaquezas de cada uno.
Algunos se fueron antes, precavidos,
y otros se preparan a partir
en el próximo embarque.
Los hay que hacen cuentas todavía
ayudándose con los dedos de las manos.
Para esos también hay lugar en el pasaje.
Los que se quedan harán su juego.
Pobres o para nada menesterosos,
cada uno con su vida.
A los que parten, eso sí, una sola cosa:
acuérdense de mí.
El reparto de dones
Algunos los portan desde mucho antes
de formar parte de un mundo cada vez más artero:
son los ejercitadores de la paciencia, los orfebres
de la complacencia, los ubicuos a la hora del peligro.
Son los bebedores de agua, los prolijos, los naturistas,
cada uno con su don en bandolera.
Otros, los advierten en sí mismos como una condena
o una bendición, a veces cuando ya es demasiado tarde:
son los que ponen el pecho al peligro, tienden
la mano al que flaquea, aguantan la adversidad
y muchas veces la tortura, con los dientes apretados
y el corazón boqueando en el pecho, pero no ceden.
Muchos los padecen a conciencia, pensando
en dones divinos a los que es imposible renunciar:
son los caritativos del domingo, los que ponen
la otra mejilla para recibir entonces una puñalada,
los que condenan la mala vida pero salen de putas
a medianoche y se emborrachan a escondidas.
Déjenme con los míos: modestos dones que no llegan
a virtudes, pequeñas heroicidades cotidianas,
unas empecinadas ganas de vivir, deseos de mujeres
hermosas, amistades antiguas que perduran.
Con ellos también es posible, alguna vez, enfrentar
la adversidad y muchas veces la tortura,
con los dientes apretados y la boca sellada.
Cada uno sabe qué hacer con los dones que le tocan.
Me gustas cuando hablas
Porque el silencio siempre me ha parecido opresivo,
y vaya a saber por qué tan ligado a la muerte,
y porque en definitiva las palabras son las que nos salvan
o condenan, las que como un puente siempre frágil
nos permiten cruzar indemnes las fauces de la locura
tanto como los oscuros meandros del desamparo;
porque una voz alzada en medio del desierto
se convierte en nuestra esperanza y nuestro consuelo,
atravesando el silencio como un cuchillo atraviesa
una manzana y la transforma en dos mitades,
y otra voz que canta desde una ventana nos detiene
y fascina como una oscura llamada del deseo.
Porque sí, acaso, porque forma parte de un contrato
de amor nunca convenido entre nosotros, pero sobre todo
porque callando tus ojos se sumergen en una laguna
sombría cuyas profundidades parecen insondables
y las palabras se estancan y el silencio nos gana
con su invencible terquedad, no me gusta que calles.
Me gustas cuando hablas.