LA GOTERA
La gotera es la caries
de la casa.
Es el acorazado Potemkin
haciendo agua.
Una póliza garrapateada
por el cielo
garantizando
nuestra orfandad irremediable.
Es el diamante que
sólo el diamante
erosiona.
La flor pisoteada
con indiferencia…
La artrosis que repta,
silenciosa,
por la selva de tendones
y ligamentos.
La úlcera impensada.
La puntada en el hígado.
El papel que se rasga.
El moho que en su indecente inmortalidad,
arropa a la podredumbre y al olvido.
Es un aval de precariedad,
más sólido que el Taj-Mahal,
con su cúpula de mármol, eterna.
¿Acaso no fue dicho,
que el cielo trata a los hombres
como a perros de paja?
MIS VECINOS
Mis vecinos son como
pequeños cerdos
bulliciosos,
como una carcajada
en el cementerio de los pobres,
o como un capellán
que se levantara a
las cinco de la mañana,
para aventar avutardas
en calzoncillos.
(El capellán zarandea
sus dignísimas estolas
teologales, moradas,
y las avutardas cacarean en la habitación
como doctoras
en medio de un congreso,
sobre alguna
heteróclita hipertrofia pelviana).
Mis vecinos son atezados
como moros
aunque sean rubios
como niños.
Dejan la bicicleta
en el pasillo.
No sacan la basura a la calle.
Escuchan el partido.
Ignoran a Brahms.
Odian a Rimsky-Korsakov.
Dicen que Rimbaud era puto.
Y cantan la Marsellesa en
rosarigasino.
Yo los quiero y no los quiero,
los odio y no los odio.
Cuando me piden plata,
a veces les doy
y a veces no les doy.
A UN PAJARO
Engranaje perfecto,
infla el pecho
como un reloj despertador,
orgulloso de no ser un hombre
soñando paisajes
inexistentes.
(Infalible sabiduría de la célula
para crear:
la pluma acariciante,
la estructura
del esqueleto tierno,
el intestino
comoo una blanda madejita
en zigzag).
Yo no sé su nombre
como él no sabe el mío,
y en cierto modo
-claro que sólo en cierto modo-
no me avergüenzo
de mi atildada ignorancia.
Es lo que es.
¿Para qué intentar enjaularlo
designándolo?
Es un plumón
paseando su condición divina,
sereno,
sin jactancia.
SUICIDIO
Apuntar al corazón,
no a la garganta,
ni a la estera del monje,
ni a la rama del pino,
ni al laurel ni a la cripta.
Atravesar el hielo que estropearon
-irremediablemente-
la pubertad y el cuello
esperanzado del verano.
Célibe de ternuras,
harto de la acrobacia trémula
y repetida,
agobiado de muslos, de teoremas,
de rocas y de aullidos,
de humaredas perlinas y de
sonatas grabadas para chelo y piano,
apuntar al corazón,
no a la garganta.
EL ANTICUARIO (I)
Una esfera de lava de Pekín,
y un candil del solsticio de invierno
en Bratislava,
vigilan el sueño inducido
del frágil anticuario.
(De nada vale que el héroe macedonio,
atezado y minúsculo,
deambule por la casa,
itifálico).
El agua de Vichy ingresó ya
en el cauce de la fractura craneana,
y la tarde navega
con un sopor de opio y de caléndulas
confinando la espera.
¿De qué sirve que
en la vitrina de Federico el Grande
se acumulen marfiles,
cigüeñas y censores?
¿De qué vale que junto
al leprosario de cristal,
la culebra de bálsamo
y el rubí de San Plácido,
dialoguen con la marioneta emplumada
que acunó a Francesco della Rovere?
Sobre el Esculapio de ébano,
cadencias de Mozart,
barbijos de intrigantes,
escopetas de albatros, la perla que escupió
en 1784 la amante de Samaniego,
y el sudario podrido
de Margarita de Valois.
Baberos de nácar,
gatos de papiro,
caníbales de plomo,
prisiones de alabastro,
mariconadas de reyerta
y retruécanos de alhelí.
Murmullos de azufre,
cantimploras de hastío,
bastones de magnolia labrada,
nubes de Apocalipsis,
pastores de azúcar impalpable,
pañuelos para lavar a los muertos
y tentáculos de hidrógeno
destilado.
Banderas, estolas, contrincantes, arquetipos,
palomas, herreros, caballerizas,
muérdago, tiza, piel de nabo,
uña de estiércol, coraza de estruendo,
farol de Bagdad…
Pero el sueño de anciano y de niño
del anticuario
sigue detenido
en su limbo,
como el engranaje de aquel reloj
engarzado en olvido
que perteneció a León X,
y que Thomas Mann adquiriera
en un anticuario de Nebraska,
a precio vil…
RECUERDO DEL VERANO
El barco de cartón, enorme,
negro telón monótono,
sombrío, interminable,
cancela el primer acto
del verano.
Con voz de tiple
el sol lo inunda todo,
hasta el hartazgo
- hartazgo de deseo
insatisfecho,
de letargo animal,
de hastío humano-,
mientras en vano
el cielo trata de convencer
de su inocencia.
(Hay velas blancas
que quieren imitar a Monet, pero no pueden).
La nalga que se arquea
y el muslo que refulge
nada dicen. Son
como el nácar del pescado podrido
bajo el sol que aturde con su trino,
o como el lapislázuli y el ámbar
del cadáver ahogado.
El tiempo no transcurre,
porque está tan detenido
como el río:
seco de aburrimiento,
de sudores mezclados,
de barriletes clavados
en el cielo raso,
de rasos sin rasgar,
de rasguidos no escuchados,
de muertes no vividas.
Sólo la arena
-el reloj de la arena-
se desgrana sabiamente
bajo el pie que la ultraja con desidia,
sin siquiera saberlo.
El garabato de un perro
-negro, cortesano, como si fuera un ágil
esqueleto tiznado-
se dibuja a sí mismo,
y un planeta amarillo,
rojo y azul
queda (para siempre)
petrificado en el aire.