Revista Internacional de Poesía : "Poesía de Rosario" Nº 20
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  COMUNICACIÓN CON EL EDITOR
MARÍA HORTENSIA TROANES


Los mascarones de proa

            El hombre ha navegado desde sus mismos orígenes. Desde el remoto pasado en que nuestra especie salió de un rincón de África para colonizar el mundo, debió superar grandes obstáculos naturales, de los cuales los cursos de agua no deben de haber sido los menores. Aprendió primero a vadearlos y luego, por experiencia práctica, todo elemento que pudiera flotar y como el desafío era duro y lleno de peligros llevó consigo, seguramente, sus primeros objetos sagrados, sus primeros tótems, sus primeros dioses en busca de protección. Se cree que los antiguos egipcios fueron los primeros en pintar ojos en las proas de sus embarcaciones, lo que no debe extrañarnos pues en uno de sus mitos cosmogónicos el hombre es creado por las lágrimas de un ojo perdido por la divinidad primordial y, en el ciclo de Osiris, tras ser éste asesinado y despedazado por Seth de uno de sus ojos nace el dios solar Horus, representado con cabeza de halcón. Así pues, como el sol, el ojo en la proa alumbra las tinieblas, avizora el rumbo en los mares desconocidos y guía al marino a buen puerto. Como tantas otras cosas, los griegos tomaron este motivo seguramente de los egipcios a través de la civilización cretense. Cuenta el antiguo relato de la Argonáutica cómo uno de los expedicionarios, Argos, construyó un navío al que pintaron un ojo en cada amura, coloreadas de rojo como si fueran mejillas femeninas, ayudado por la diosa Atenea que aportó, además, un trozo de la sagrada encina de Dodona, dedicada a Zeus, para ser amarrado en la proa.

Los romanos, por su parte, tomaron de los corintios el trirreme, con altas proa y popa - llamadas acrostolio y aplustrum- formadas por uno o varios maderos reforzados con herrajes de hierro y bronce. El acrostolio solía estar estucado con vivos colores y con dos ojos pintados o esculpidos y cuando llevaba figuras éstas servían para identificar la nave. En los combates navales, se defendía a muerte este adorno como luego se haría con la bandera o el estandarte, mientras que bajo el aplustrum de popa se solía colocar la deidad patrona que, con el paso del tiempo, fue reemplazada por el crucifijo o la imagen sagrada que eran saludados por los marinos al subir a la nave, costumbre que originó el actual saludo al pabellón ubicado en el asta de popa.

Sin embargo, el mascarón de proa como hoy lo entendemos apareció recién a fines del Renacimiento, cuando los pesados galeones de altísimas bordas fueron desplazados por naves más esbeltas y ágiles, más bajas de cubierta, con la proa proyectada hacia adelante y coronada por el bauprés, palo bajo el cual comenzaron a ponerse figuras inspiradas en la Antigüedad clásica, mayoritariamente femeninas. Se multiplicaron las Venus y Minervas -las doncellas amantes y las doncellas guerreras-, y también los Neptunos o los reyes coronados. Pero simultáneamente se generó una tradición popular, más ligada a la imaginería que a las Academias, en los puertos y pueblos marineros de toda Europa. Una tradición que reinterpretaba los motivos clásicos o buscaba, directamente, sus modelos en los propios personajes del pueblo. Y como estas imágenes estaban destinadas a lanchas pesqueras, a pequeños navíos mercantes, su tamaño debió ser proporcional a las mismas, semejándose más a los puppi, esas maravillosas marionetas sicilianas, que a los grandes monumentos ciudadanos.

            Existen en el mundo grandes colecciones de mascarones de proa en aquellos países de larga tradición marinera, de las cuales la existente en el Museo de Bellas Artes de La Boca es la cuarta o quinta en importancia. No podía ser de otra forma, pues si este barrio porteño fue desde la misma fundación de Buenos Aires su puerto natural, desde mediados del siglo XIX se fue poblando de una inmigración mayoritariamente italiana y, especialmente, genovesa. A los pioneros Craviotto, Badaracco o Cichero, se fueron agregando los Lavarello, Devoto, Capurro, Gotuzzo, Bottaro, Caffarena, Ponziolo, Massone, Antola, Barbagelata, Menghi y tantos otros, construyendo astilleros, levantando aserraderos, herrerías y almacenes navales, armando buques para el comercio interno y el internacional. Tan marineros fueron estos antiguos boquenses que hasta sus casas de madera y chapa las hicieron con técnicas navales, sustentándolas sobre pilotes y con el bote siempre presto para evitar las periódicas inundaciones.

            Estos inmigrantes ligures trajeron a La Boca sus técnicas de construcción naval, pero también su arte macerado en siglos de surcar el Mediterráneo. El primer imaginero conocido, Francisco Parodi, tuvo taller como tallista y dorador desde el último tercio del siglo XIX y Francisco Cafferata -nuestro primer escultor nacional- se crió frente al mismo, pleno de tallas y muebles a medio terminar, de mascarones de proa listos a ser entregados y otros en pleno proceso de policromado, entre olores a madera, resina, pinturas y solventes. Algunos capitanes o patrones de buques le encargaron a Parodi, o a sus discípulos, su propio retrato, otros el de su amada o de su esposa; otros prefirieron alguna figura que simbolizara a la lejana madre patria, motivos clásicos, santos, personajes famosos o simples jóvenes y muchachas del pueblo, esculpidos por humildes artesanos hoy anónimos.

            A medida que se impuso el buque de hierro, de líneas geométricas y sin lugar para adornos, las antiguas embarcaciones del Riachuelo fueron destinadas al desguace o al cementerio de barcos. Algunos viejos boquenses rescataron sus mascarones y más de un viejo lobo de mar conservó el que adornara su nave como una antigua amante, decidiendo regalarlos a un hombre que estaba cambiando la fisonomía del barrio y supo rescatarlos para nuestro patrimonio cultural: Benito Quinquela Martín.

            Dijo alguna vez Pablo Neruda sobre un mascarón de su célebre colección: “Hoy eres mía, diosa que el albatros gigante rozó con su estatura extendida en el vuelo”. Y hoy los mascarones son también nuestros en la poesìa de Marìa Hortensia Troanes: son nuestras las amazonas y las novias que esperan en el puerto, el señor con galerita y el viejo barbado, el santo con su vara de nardos y el Baco adolescente, el ángel que guiaba a los marinos y el joven que nos ofrece un ramo de flores... y la señora María con su sombrero y su carterita. Son nuestros porque en su variopinta diversidad encarnan el legado de hombres y mujeres que, provenientes de lejanas tierras, anclaron en nuestras playas y contribuyeron con su idioma y sus costumbres, su trabajo y sus sueños, a conformar nuestra cultura popular.

“La sala de los mascarones” de María Hortensia Troanes

Inés Santa Cruz

I-POEMA RECORRIDO   

La literatura es una practica imperialista que invade otros territorios estéticos animada por una apropiación iluminadora, que es bienvenida. El recorrido por un museo es un paseo preciado por los poetas, como un espacio ínter semiótico para realizar una fusión de experiencias. Recordamos los testimonios de Cortázar en “Territorios”, en los que imagina que las líneas pintadas por el belga Alichisnski son surcadas por hormigas y, desde su perspectiva, nos dan la vivencia del color.
María Hortensia Troanes, en un recorrido poemático de ocho estaciones, nos sumerge en la sala del Museo Quinquela Martín donde se recogen tallas de diversos artistas que estuvieron destinadas a las proas de barcos marítimos y fluviales. Su excelente  prologuista, Silvana Serafín (de la Universidad de Udine) estima que estas estaciones poemáticas constituyen un “poema recorrido”, pero creemos que el recorrido es más amplio y excede la sala. El sujeto lírico, desde distintos poemas entabla un diálogo con los mascarones, se sumerge, gira, mide, acaricia, cree y pone de su cosecha, pero la  respuesta  de los mascarones es la de un “silencio minucioso de detalles”-

Las figuras presentan la expresividad muda de un fotograma ante el que uno presiente sonido y movimiento. Sus modestas morfologías  son señales del azaroso instante en que coincidieron la fe en un proyecto con la voluntad temeraria de realizarlo. El vestigio de una verdad que alcanzó su concreción histórica, ahora sólo es legado o monumento en versión muy prudente. No correponden a la figuración desmesurada que  tenemos de los mascarones de proa.  Enarbolar una campesina que no es una  medusa horripilante, es instalar sueños de asentamiento, prosperidad y fraternidad de los que se embarcaban hacia una nueva vida.

Las figuras femeninas, cuyos nombres corresponden a los nombres de los barcos:¨ Doña María”, la mujer simple y valiente,  “Unica Franqui”,” Angélica” (pegada a la familia lejana),”La República”, “La Greca-Latina”, (que   es feliz en América, ya ha cumplido su ciclo y viene a crear otro a su manera), “Carmen” (que llora un amor perdido y oculto). “La Fama Italiana” (una Atena anarcosocilista dispuesta empujar arado o armas), todas saben que son golondrinas sin retorno  Tienen la firmeza del que va al encuentro de  un domicilio. Algo impensable en el mundo actual donde somos nómades civilizados, o aspirantes a descargarnos del compromiso de la pertenencia, de saborear la carencia de domicilio y del abanico de rutas y anclaje nuevos.  

La galería de hombres es distinta, está definida por sus actos. Van llegando al puerto, como si el limo los fijara para siempre. Como el temerario y desdichado Leon Pancaldo, primer genovés que se asentó por azar en nuestras tierras,  tragado por el fango de esta desembocadura, que impide su ambicioso negocio, pero provee de un tesoro de alimentos, vestidos, medicinas y perfumes a los despavoridos sobrevivientes de las expediciones fracasadas. O Don Venancio hachero del norte que se traslada de su maraña a otra. Nos emociona el encuentro del maestro que vuelve de Italia y es recibido por Pacualito en una dulce escena, donde el discípulo ya ha adivinado su camino. En “Los amores nuevos” aparecen dos niños atados al escudo de su estirpe. Uno mira Europa, otro a América. Así es la realidad de esta dificultosa implantación. Y, finalmente el Ángel, ese perfil tan porteño que cae en cada barrio como un vigía de la paz de los vecinos. Ya fuera del museo,  una mirada panorámica se detiene en el Riachuelo, fuente de evocación de diversas gestas, donde la verdad ha cabalgado.  

María Hortensia deja caer de manera esporádica cierta idea de la verdad como un relámpago o iluminación instantánea que puede o no encarnar. Cuando lo consigue, queda la señal debatiendo con su borradura

 

 

 

II-EL LUGAR

           La mirada de Quinquela Martín, padre espiritual de la Boca, junto con Juan de Dios Filiberto, potencia y torsiona el sentido. El que llega a ese territorio se inscribe en una batalla en sordina: la de la ciudad fluvial y la de la ciudad-pampa que genera dos cosmovisiones. Antagonismo que figura en Borges, en Manzi, en gran parte del tango y su historia, aunque parezca algo sin importancia.

Por un lado la ciudad que entra por Saavedra, Belgrano, Palermo, donde Carriego inventa la poesía del suburbio, y Borges insiste en entronizar al Maldonado. Y marca el asomo tímido del gaucho a la ciudad, timidez que se hace pendencia, marginación, servilismo de caudillos, pero al mismo tiempo cimenta una prosapia del coraje que puso el cuerpo en las batallas por nuestra independencia. Borges sabe que Palermo perdió frente a la popularidad de la Boca y su Riachuelo. Quedan para la inocencia de Carriego, iconos como San  Juan Moreira y Santa Milonguita Lo sabe, pero no se resigna.

Por otro la ciudad fluvial que nació junto a la Boca y su Riachuelo, cuando arribó ese tumulto aluvional, brusco, renovador que enarboló a esas matronas que sabían  de paciencia, arraigo, sabores, canciones, memoria de otras costas y herencias culturales.

¿Qué sortilegio lleva a María Hortensia hacia los Mascarones  y a través de ellos  a Quinquela y a la Boca? En primera instancia, esa mirada apaciguadora de la desembocadura del Riachuelo  como lugar de encuentro. Sólo que aspira a un encuentro más abarcador desde el fondo de nuestra historia. Por eso, en su poema-prólogo, una de sus singularísimas “escalas”, titulada “Ecos de la Plaza”, mediante cifras más trabajadas y herméticas dibuja el recorrido integral que posibilitará el “encuentro”. Parte del noroeste áspero de los pueblos originarios, sigue por  la ruta fluida de los ríos que trajeron los colonizadores, los gritos de la Independencia, la llegada de los mascarones con su esperanza distinta y nueva, y luego la síntesis para empezar un nuevo ciclo.

 María Hortensia, sensibilizada por la tradición clásica, rastrea en los ritos cotidianos esos resabios de universalidad insoslayables para toda mirada auténticamente situada en nuestro paisaje espiritual, y los filtra poéticamente..     

INES SANTA CRUZ

 

 

Peemanece el homenaje nostálgico, gracias al vigor de los coleccionistas que intuyen la cifra que se ha encriptado en sus curiosas morfología. .En  síntesis el observador actual  interpreta su mensaje y completa, las señales mudas con su propia expectativa.

la Elegía a los portones , los tapiales, las calles y los atardeceres de Fervor de Buenos Aires, donde en la  mitica fundación se acallan los embustes de La Boca y su Riachuelo y opta por la patria de malevos, arrieros , cuchilleros de Palermo y su Maldonado hasta rendirse en 1930 ante la popularidad de este último. Estas dos miradas siguen cortando como un filo en las letras de Manzi, aunque no se note.. Y es una manera de mirar a las mujeres, al tango, al amor y al trabajo. La mediterranea en irónica, compadrita y prepotente a lo Celedonio que hasta le toma el pelo a Scalabrini, mientras la de Manzi es idealista, ennoblecedora, reverencial.

(aunque también acunó como pocos barrios al tango en la famosa esquina de Suarez  Necocchea)

Palabras de Luis Osvaldo Tedesco

Hay que atreverse, en los días que corren, tan maniatados por los equívocos funcionales de la eficacia instrumental, a tratar con la belleza, es decir, a invocarla y sustraerla de la mojigatería esteticista que la recluyó en los páramos indecibles, en las brumas impostadas de lo inasible, la belleza, así nomás, concebida sólo para la transa milagrera de ciertos espíritus selectos, lánguidos espíritus uncidos por los beneficios de la inequidad material.


Había que atreverse, digo, a lo que hizo María Hortensia Troanes, meterse en lo espeso real para rescatar la belleza, cautiva entre las napas voluptuosas del tiempo. Lo espeso real. Conviene detenerse en esta espesura, porque la belleza cautiva que nos propone Troanes está instalada en lo social, en la necesidad, es activa y tiene el brío salubre y a veces festivo de la turbulencia popular, nada que ver con la morbidez mortuoria, pálida y deshidratada de la melancolía romántica o la billis malditista. La belleza que Troanes nos propone tiene cuerpo, es sensual y atrae como debieron atraer los sueños alimenticios, pródigos de trabajo y ventura familiar del inmigrante, el eros desmesurado de los carecientes de frivolidad, el eros que pide vida para dar vida, para lo cual se atavía para siempre con las galas simbólicas – tal los mascarones de proa – del viaje, lanzadas para su consumación.


No son dioses –escribe- no son mitologías, no son monstruos. / Y se les ha desprendido la vida cotidiana./ Alguien los esculpió para avanzar sin miedo/ por los cursos del mar y de los grandes ríos/ siguiendo el canon. / Mas ellos se soltaron de los barcos,/ han preferido caminar, / dar el salto, adelantar el pie, tirar el ancla,/ aquí,/ en esta sala azul.


Y más aún, extiende su aura con la presencia de lo bello que atraviesa el dolor de la pobreza: hasta su anclaje/ lastimado/ en los manchones multicolores y azarosos / de
la Boca del Riachuelo. Y se pregunta, apelando a la metafísica cordial del trabajo minucioso de las obreras del barrio: ¿Única, quién cosió para tí este traje de fiesta?/ ¿Qué costurera?


Y entonces aparece el sujeto histórico de estos mascarones, el cuerpo emocionado de la mujer que, envuelta con un pañuelo blanco inmenso... ha preparado con esmero este día/ en que llega/ de la península/ uno de sus hermanos, el menor. La épica de la inmigración tiene, en Troanes, una teología, sólo que en esta teología, dioses y seres humanos no están separados por la violencia que implica la eternidad de aquellos y la finitud de éstos, ni hay todopoderoso que bascula con la débil manumisión de sus criaturas. En la épica de Troanes, lo divino es un fluir de la cualidad en la inmanencia fugaz de la materia que se colora con el afán constructivo de los hombres: Oh, voluntad –escribe- de colores alegres en el barrio, / el sobrante de pintura de los barcos/ en las fachadas acanaladas de las casas/ de madera y de zinc, / y en los balcones y rejas de hierro forjado. / Con cada pincelada, narrar, tatuar, fijar. La peripecia del acontecer se fija como única celebración de lo aparente que deserta del mandato servil de las esencias. Y aquí sí la virilidad hace lo suyo. Son los mascarones de proa, los hombres, en goleta, balandra, pailebot, /ellos llegaron a
la Boca – escribe Troanes – 1840, 1858, 1863...1880.../ Navegantes, exploradores, campesinos,/ pobres, desgajados, rebeldes. /

Y escuchen estos versos, con los significantes adheridos al pleno transcurrir de su acción: Antigua herencia de la sangre, / un ímpetu empuja los rostros, / los modela de cuerpo entero, / los pone de pie... Los  hombres pensativos/ atrapados en la desmesura.

Ocurre así: la belleza, obra del trabajo, en la transfiguración poética de María Hortensia Troanes, es abarcable, se la huele, se la puede tocar, y cómo decirlo, no tiene fin...

 
   
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